Marc Chagall nació en el seno de una familia judía sumamente estricta, para la cual la prohibición de la representación de la figura humana tenía la fuerza de un dogma. El no haber pasado el examen de admisión de la escuela Stieglitz no evitó que Chagall se uniera posteriormente a esa famosa escuela fundada por la sociedad imperial para el fomento de las artes, dirigida por Nicholas Roerich. En 1910, Chagall se mudó a París. La ciudad fue su “segunda Vitebsk”. Al principio, aislado en su pequeña habitación de Impasse du Maine en La Ruche, Chagall encontró numerosos compatriotas a los que también había atraído el prestigio de París: Lipchitz, Zadkine, Archipenko y Sutin, todos ellos destinados a mantener el “aroma” de su tierra natal. Desde su llegada, Chagall quería “descubrirlo todo”. Ante sus sorprendidos ojos, la pintura se le reveló. Aun el observador más atento y parcial tiene dificultad, en ocasiones, para distinguir al Chagal parisino del de Vitebsk. El artista no estaba lleno de contradicciones, ni tenía una personalidad dividida, pero siempre era distinto; miraba a su alrededor y en su interior, así como al mundo que le rodeaba y usaba sus ideas del momento y sus recuerdos. Tenía un estilo de pensamiento sumamente poético que le permitía seguir un camino tan complejo. Chagall estaba dotado de una cierta inmunidad estilística: se enriquecía a sí mismo sin destruir nada de su propia estructura interna. Admiró la obra de otros y la estudió con inventiva, librándose de su juvenil torpeza, pero sin perder un solo instante su autenticidad. Por momentos, Chagall parecía mirar al mundo a través del cristal mágico, sobrecargado de experimentación artística, de la Ecole de París. En tales casos, se embarcaba en un sutil y serio juego con los diversos descubrimientos del fin de siglo y volvía su mirada profética, como la de un joven bíblico, para mirarse a sí mismo con ironía y de manera pensativa en el espejo. Naturalmente, reflejó por completo y de manera extrema los descubrimientos pictóricos de Cézanne, la delicada inspiración de Modigliani y los ritmos superficiales complejos que recordaban la experimentación de los primeros cubistas (Véase Retrato en el caballete, 1914). A pesar de los análisis recientes que mencionan las fuentes judeo-rusas del pintor, heredadas o prestadas pero siempre sublimes, así como de sus relaciones formales, siempre hay algo de misterio en el arte de Chagall. Un misterio que tal vez descansa en la naturaleza misma de su arte, en el que utiliza sus experiencias y recuerdos. Pintar es la vida, y tal vez, la vida es pintar.
Marc Chagall nació en el seno de una familia judía sumamente estricta, para la cual la prohibición de la representación de la figura humana tenía la fuerza de un dogma. El no haber pasado el examen de admisión de la escuela Stieglitz no evitó que Chagall se uniera posteriormente a esa famosa escuela fundada por la sociedad imperial para el fomento de las artes, dirigida por Nicholas Roerich. En 1910, Chagall se mudó a París. La ciudad fue su “segunda Vitebsk”. Al principio, aislado en su pequeña habitación de Impasse du Maine en La Ruche, Chagall encontró numerosos compatriotas a los que también había atraído el prestigio de París: Lipchitz, Zadkine, Archipenko y Sutin, todos ellos destinados a mantener el “aroma” de su tierra natal. Desde su llegada, Chagall quería “descubrirlo todo”. Ante sus sorprendidos ojos, la pintura se le reveló. Aun el observador más atento y parcial tiene dificultad, en ocasiones, para distinguir al Chagal parisino del de Vitebsk. El artista no estaba lleno de contradicciones, ni tenía una personalidad dividida, pero siempre era distinto; miraba a su alrededor y en su interior, así como al mundo que le rodeaba y usaba sus ideas del momento y sus recuerdos. Tenía un estilo de pensamiento sumamente poético que le permitía seguir un camino tan complejo. Chagall estaba dotado de una cierta inmunidad estilística: se enriquecía a sí mismo sin destruir nada de su propia estructura interna. Admiró la obra de otros y la estudió con inventiva, librándose de su juvenil torpeza, pero sin perder un solo instante su autenticidad. Por momentos, Chagall parecía mirar al mundo a través del cristal mágico, sobrecargado de experimentación artística, de la Ecole de París. En tales casos, se embarcaba en un sutil y serio juego con los diversos descubrimientos del fin de siglo y volvía su mirada profética, como la de un joven bíblico, para mirarse a sí mismo con ironía y de manera pensativa en el espejo. Naturalmente, reflejó por completo y de manera extrema los descubrimientos pictóricos de Cézanne, la delicada inspiración de Modigliani y los ritmos superficiales complejos que recordaban la experimentación de los primeros cubistas (Véase Retrato en el caballete, 1914). A pesar de los análisis recientes que mencionan las fuentes judeo-rusas del pintor, heredadas o prestadas pero siempre sublimes, así como de sus relaciones formales, siempre hay algo de misterio en el arte de Chagall. Un misterio que tal vez descansa en la naturaleza misma de su arte, en el que utiliza sus experiencias y recuerdos. Pintar es la vida, y tal vez, la vida es pintar.
Marc Chagall was born into a strict Jewish family for whom the ban on representations of the human figure had the weight of dogma. A failure in the entrance examination for the Stieglitz School did not stop Chagall from later joining that famous school founded by the Imperial Society for the Encouragement of the Arts and directed by Nicholas Roerich. Chagall moved to Paris in 1910. The city was his “second Vitebsk”. At first, isolated in the little room on the Impasse du Maine at La Ruche, Chagall soon found numerous compatriots also attracted by the prestige of Paris: Lipchitz, Zadkine, Archipenko and Soutine, all of whom were to maintain the “smell” of his native land. From his very arrival Chagall wanted to “discover everything”. And to his dazzled eyes painting did indeed reveal itself. Even the most attentive and partial observer is at times unable to distinguish the “Parisian”, Chagall from the “Vitebskian”. The artist was not full of contradictions, nor was he a split personality, but he always remained different; he looked around and within himself and at the surrounding world, and he used his present thoughts and recollections. He had an utterly poetical mode of thought that enabled him to pursue such a complex course. Chagall was endowed with a sort of stylistic immunity: he enriched himself without destroying anything of his own inner structure. Admiring the works of others he studied them ingenuously, ridding himself of his youthful awkwardness, yet never losing his authenticity for a moment. At times Chagall seemed to look at the world through magic crystal – overloaded with artistic experimentation – of the Ecole de Paris. In such cases he would embark on a subtle and serious play with the various discoveries of the turn of the century and turned his prophetic gaze like that of a biblical youth, to look at himself ironically and thoughtfully in the mirror. Naturally, it totally and uneclectically reflected the painterly discoveries of Cézanne, the delicate inspiration of Modigliani, and the complex surface rhythms recalling the experiments of the early Cubists (See-Portrait at the Easel, 1914). Despite the analyses which nowadays illuminate the painter’s Judaeo-Russian sources, inherited or borrowed but always sublime, and his formal relationships, there is always some share of mystery in Chagall’s art. The mystery perhaps lies in the very nature of his art, in which he uses his experiences and memories. Painting truly is life, and perhaps life is painting.
« Vous voyez mes mains ? Je vais les laisser bien à plat pour ne pas être tentée de les mettre sur votre petite gueule... » Depuis qu'elle est au chômage Gwladys ne se reconnaît plus ; elle si respectueuse, si polie, devient agressive, se fâche avec son compagnon, ses amies, rate les rares entretiens d'embauche qu'elle décroche et est obligée d'avaler tous les soirs une dose de whisky pour réussir à s'endormir. Elle se réfugie dans les bras du beau Stan pour se prouver qu'elle peut encore plaire à un homme à défaut de séduire une entreprise et finit un soir au commissariat pour avoir voulu dénoncer, à sa façon, un système dont elle se sent prisonnière. Heureusement, elle a ses trois copines chômeuses qu'elle n'aurait jamais rencontrées sans cette formation d'anglais car tout les oppose : leur âge, leur milieu social et leur parcours ; pourtant elles vont s'apprivoiser, se soutenir, pleurer et rire ensemble. Elle a aussi Léo, son fils, pour qui elle refuse de baisser les bras et grâce à qui elle va se découvrir un talent. Plus qu'une compensation, cette découverte va devenir une véritable thérapie et peu à peu lui ouvrir de nouveaux horizons.
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